Pandemia con Modigliani

 

Por Gisela Kozak Rovero, Letras Libres, 13 octubre del 2020

La figura de Modigliani, pintor enfermo y sin dinero, constituye una reliquia de la modernidad y la noción de que el arte y la literatura remodelarán para mejor el mundo. Contemplar su obra recuerda la belleza de la vida en medio de la pandemia.

Amedeo Modigliani (1884-1920) murió en París de tuberculosis, uno de esos males que Susan Sontag, en La enfermedad y sus metáforas, definió como núcleo condensador de los miedos, prejuicios y resquemores de una época. Resulta muy oportuna, pues, la exposición El París de Modigliani y sus contemporáneos, curada por Marc Restellini, en el Museo del Palacio de Bellas Artes en Ciudad de México. Ha sido abierta al público una vez relajadas las medidas de contención de la covid-19, pandemia que transita el camino de la tuberculosis, el cáncer y el VIH señalado por Sontag.

Enfrentamos un virus capaz de atacar agresivamente los pulmones en los casos más graves. Esta circunstancia recuerda a Modigliani y su época, con la salvedad de los avances científicos y de salud pública que hacen que el planeta se haya adaptado –con las limitaciones que impone la pobreza y la economía– a los asépticos protocolos con los que intentamos espantar a la pelona, como se nombra coloquialmente a la muerte en algunos países hispanoamericanos. Vivo, por cierto, en un país cuya iconografía popular sobre nuestra condición mortal es sonriente y danzarina, donde se come para celebrar el día de muertos el mejor pan dulce del mundo, adornado con azucaradas figuras de huesecillos.

Pensé en esta ligereza deliciosa de la pelona encarnada en el pan de muerto y en la bella figura de la Catrina –la coqueta esqueleto creada por José Guadalupe Posada– cuando tomamos la decisión de poner fin provisional a la cuarentena. Diego Rivera, quien le dio su nombre a La Catrina, forma parte de la exposición; Angelina Beloff, cuyo hijo fruto de su relación con Rivera en París murió de una enfermedad pulmonar, también está presente.

Mi esposa Lynette, nuestro amigo el periodista venezolano José Luis Ávila y yo formamos fila en medio de un grupo de asistentes organizados en simétricas líneas a un costado del palacio. Nuestros rostros cubiertos con tapabocas, sumados al temor a cometer contagiosos errores, daban pie a miradas cómplices. En particular, nos llamaron la atención unos cuantos varones en chanclas. Los pies semidesnudos (lujo de ciudad soleada) y rostros enmascarados quizá sean un buen homenaje al espíritu juguetón del París de artistas como Modigliani, preñado de muerte y enfermedad tanto como de genio y belleza.

Al entrar al palacio nos higienizan –palabreja fea– con un spray para la ropa y gel antibacterial para las manos; también nos toman la temperatura. En comparación con los estándares habituales, el Museo del Palacio de Bellas Artes está vacío y se cumple, a mi pesar, un sueño: visitarlo en soledad. El joven, educado y entrenado personal nos introduce en una dinámica disciplinaria con regusto distópico. Ya me lo había advertido Jesús Torrivilla, paisano periodista y estudiante de un doctorado en Artes de la UNAM, que nos esperaba con una comida en su casa, invitación precedida por un fastidioso cuestionario mío respecto a riesgos de contagio que Jesús contestó con presteza y evidencias.

El personal nos cuidaba, y no lo culpo, pero semejante asepsia contrastaba con los videos exhibidos, con las antiguas filmaciones de un París nocturno y feliz empobrecido por la reciente Primera Guerra Mundial y golpeado por la “gripe española”, y del Montmartre que tantos pintores callejeros replicaron en honor a un mundo y una originalidad prestados y trocados en souvenir. La precariedad sufrida por Modigliani no me es ajena, pues prácticamente hui de Venezuela; tampoco efectivamente cercana, pues vivo en CDMX, una ciudad con electricidad, agua corriente y manejo de los desechos, mucho más decente que Caracas, desastrada cual víctima de una postguerra, sin el singular encanto parisino de hace un siglo para el impulso creativo internacional. El París de Modigliani significaba la modernidad; la revolución bolivariana convirtió a Venezuela en ex moderna.

Enamorada siempre de Modigliani. ¿Cierto espíritu adolescente encantado por un París antiguo de arte, música y literatura que no me tocó, además de la indudable calidad de la exposición? ¿Nostalgia de la modernidad de alguien proveniente de un país ex moderno como el mío? Estaba al lado de Lynette para rememorar mi imaginario adolescente y los lugares de nuestra visita a París, lo cual era maravilloso pero impráctico. Había muy poco tiempo para contemplar las pinturas, así que José Luis, ella y yo decidimos aprovechar nuestra complicidad para ocupar tres espacios en lugar de dos con el fin de disfrutar un poco más de los cuadros, empezando por el retrato de Leopold Zborowski (1916), con unos rasgos muy semejantes a los de nuestro amigo. La emoción fue servida en bandeja para conocer a Suzanne Valadon. Hija de una lavandera, no tuvo que librarse de ninguna convención para unirse al remolino parisino; de hecho, se deshizo de un matrimonio con un próspero caballero que pretendía domesticar a una mujer de muchos amores y con un ojo sobresaliente para expresar la plenitud del cuerpo femenino. Su existencia y obra son el paradigma de la creatividad como religión que pobló de sentido vidas precarias de artistas y escritores en otra época. Por supuesto, fue víctima de la exclusión del canon artístico, la cual obedeció a dos máximas del siglo pasado: las mujeres no son verdaderas artistas y no venden bien.

De cara al arte y la literatura, heroicidad y tragedia definieron hace cien años una lucha contra el destino en la que la muerte significaba la consagración para quien daba la batalla. La figura de Modigliani, pintor enfermo y sin dinero, constituye una reliquia de la modernidad, espíritu de cambio que sostenía que el arte y la literatura remodelarán para mejor el mundo, hasta el punto de que valía la pena pasar estrecheces en nombre de una gran pintura o una novela fuera de serie. De esta idea se alimentó un mito que llenó a los museos de maravillas y a los coleccionistas de mucho dinero. Más allá del mito, contemplar su obra me recordó la belleza de la vida en medio de la pandemia, con la misma fuerza que el sol esplendoroso nos llenó de calor y deslumbramiento luego de salir de la penumbra de Bellas Artes.

El único fin en el que creo es en el mío cuando me toque, pero el mundo que viene más que apocalíptico se presenta cuidadoso y puritano. Una joven cortés nos advirtió que estaba prohibido tomarse fotos sin el tapabocas, aunque ninguno de los tres se lo había quitado y estábamos en el área de los murales, vacía de público. Lynette y José Luis me fotografiaron risueños con el tapabocas puesto y con el mural “El hombre controlador del universo”, de Diego Rivera, de fondo, síntesis de una modernidad enamorada locamente del futuro, distinta a este presente preñado de advertencias.

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