El autor de ‘Patria’ reúne en ‘Vetas profundas’ 30 años de lectura y pasión por los poemas de otros.
JUAN MARQUÉS – 6 mayo 2019
El paso del tiempo es algo que, en general, tiene muy mala fama, cuando lo cierto es que se trata de una cosa estupenda, al menos en lo que respecta a la perduración o el olvido de los textos literarios. Los años son críticos implacables, jueces inflexibles, y se andan con pocas bromas, escasamente clementes a las tendencias de cada tiempo si esas tendencias no aciertan, de hecho, a atrapar ese tiempo, a expresarlo con tino intemporal. Al contrario de lo que creen tantos buscadores de supuestos tesoros, en poesía se trata de decir siempre lo mismo, esas cuatro o cinco cosas esenciales, pero decirlas cada vez, por supuesto, de un modo distintoy si es posible sorprendente, acorde con la sensibilidad y el lenguaje de cada época.
“No es bueno que la poesía sea demasiado poética”, decía Carlos Pujol, y a esa apuesta por el espíritu sencillo y la inteligibilidad se une ahora Fernando Aramburu en un libro que, sin ser una antología de sus poemas favoritos en español, ni mucho menos su canon de poetas predilectos, reúne cuarenta poemas de cuarenta poetas que, de un modo u otro, le sirven de pretextos para reflexionar sobre cosas todavía más importantes que la poesía, esas pocas cosas cruciales a cuyo servicio está la poesía que nos importa. En su prólogo, Aramburu explica más o menos el criterio de selección del índice, y ya deja claro que no pretende dar lecciones de historia de la literatura en nuestro idioma, y que por tanto -añado yo- sería absurdo reprocharle la ausencia de tal o cual nombre: su intención ha sido, tan sólo, la de glosar, casi a la manera clásica, poemas que a él le han importado o “golpeado” especialmente en su experiencia como lector, pero lo cierto es que el donostiarra sí va sembrando su libro de opiniones y reflexiones poéticas que resultan muy pertinentes.
Si algunos atribuyeron parte del clamoroso éxito de Patria al hecho de que era, según ellos, un libro muy oportuno, que llegaba en el momento adecuado, que acertaba a pulsar la tecla precisa en el momento perfecto…, algo parecido se podría decir de estas Vetas profundas, que aparecen reunidas cuando allá fuera se habla más que nunca de poesía, y de la mutación acaso irreversible que el mismo concepto de “escritura poética” está conociendo estos años. Aramburu no alude a esos fenómenos recientes, pero su libro viene a ser una reivindicación y una celebración de la mejor poesía, y lo hace a través de breves reflexiones encartadas en sus comentarios generales a los poemas seleccionados, que a veces adquieren casi la naturaleza de aforismos: “Las cosas hechas con verdad humana resultan por lo común más perdurables que las impostadas”, “Virtud es de la poesía hacernos poetas aunque no escribamos poemas“, “La poesía no está obligada a ser un ejercicio confesional en verso”…
En otros lugares viene a decirse algo tan importante como quesin emoción (sea la que sea) no hay poesía, y que la claridad es en general una buena forma de demostrar que el poema, mejor o peor, no pretende ocultar ningún vacío. En la poesía española de las últimas décadas ha tenido demasiado peso una línea claramente basada en la “caprichocracia” textual, poemas que, con la excusa del hermetismo (que en algunos poetas es necesario, coherente y talentoso), se entregaban a una ensalada de signos que sólo podían cautivar a lectores muy predispuestos a dejarse timar (“Si todo es hermético, si nada se deja descifrar, difícilmente logrará el lector sentir con el poeta, y la sospecha de fraude literario se afianzará”).
Aramburu es exacto al afirmar que “poeta difícil no es lo mismo que poeta hermético”, y es una distinción que cualquier buen lector está dispuesto a hacer: hay autores cuyo lenguaje exige que se insista en él, libros que piden que se llame varias veces a su puerta para que al final se te franquee el paso, pero es algo que se nota desde la primera lectura: si un poema contiene algo de valor, se intuye incluso aunque no se entienda. Pero los de este libro, más o menos complejos o sencillos, más o menos felices o heridos, más o menos conocidos o secretos… son todos magistrales, y hay que aplaudir a Aramburu su buen gusto al escogerlos, y su buena puntería, sobre todo, al aislar sólo un buen poema de poetas tan sobrados de ellos como Lope de Vega, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca o Alejandra Pizarnik. Incluso al arriesgarse un poco y apostar por alguna voz más desconocida, como la de Isabel Bono, es exacto Aramburu, pues la que esa “mitología íntima” va trazando es, en efecto, la de una de las mejores voces vivas del paisaje literario español.
Demostrada su estatura como narrador y, más tímidamente, como poeta (relean Yo quisiera llover), Aramburu se erige como un crítico de primera categoría. Un crítico que, como demostró en Las letras entornadas, tiene además un enorme poder consagrador, que en su día llevó a muchos lectores a los estupendos libros de Juan Gracia Armendáriz o Pilar Adón. Ojalá este libro devuelva también lectores a Rosalía de Castro, o Claudio Rodríguez, o Francisco Brines…