El escritor keniano, finalista del Nobel, publica un libro metáfora sobre la convivencia de los pueblos.
MANUEL LLORENTE – 17 mayo 2019
Ngugi wa Thiong’o reúne en su escaso metro setenta algunos de los tópicos que el hombre blanco suele imaginar. Es el quinto hijo de la tercera de las cuatro esposas de su padre (tuvo el futuro escritor 24 hermanos/hermanastros), recorría 10 kilómetros «corriendo descalzo, sin detenernos ni un segundo, con la cara bañada en sudor, para no llegar tarde a la escuela y evitar así que nos azotaran las palmas de las manos»; jugaba al fútbol con una pelota hecha con el fruto del algodón de seda; a la vera del camino se extendían campos de maíz, patatas, guisantes y alubias; vivía entre rebaños de cabras y vacas de la familia; un hermano huyó y fue encarcelado por ser miembro de Mau Mau; su madre fue torturada y encarcelada por ello; su familia sufrió, como otras, la expropiación de sus tierras ancestrales por parte de los colonizadores británicos; su esposa fue violada y él mismo pasó un año en la cárcel de alta seguridad de Mamiti sin juicio previo donde, a falta de folios, escribió un libro en papel higiénico. Allí se dijo basta y decidió no escribir en inglés más novelas ni ensayos; el resultado de aquella confinación fue y es El diablo en la cruz (Debolsillo), el primer texto moderno escrito en gikuyu, su lengua materna.
La elección no fue un capricho sino la respuesta ante el colonialismo que sufría Kenia y que está recogido, sobre todo, en Descolonizar la mente (Debolsillo) donde se lee: «El imperialismo, colonial y neocolonial, está constantemente presionando la mano del africano sobre el arado para que remueva la tierra, y poniéndole orejeras para hacerle ver que el camino frente a él solo está determinado por el amo, armado con la Biblia y la espada».
Considera Ngugi wa Thiong’o, finalista del Premio Nobel últimamente, que «la batalla» empezó en 1884, cuando en Berlín «se dividió un continente entero con una multiplicidad de pueblos, culturas y lenguas en diferentes colonias»; así, hay «países africanos angloparlantes, francoparlantes y lusoparlantes».
Ngugi wa Thiong’o tuvo suerte pues estudió inglés en Makerere, una universidad afiliada a la de Londres. En 1962 fue invitado a un encuentro de escritores africanos, entre los que figuraba el nigeriano Chinua Achebe (1930-2013, padre de la moderna literatura africana y autor de Todo se desmorona), donde se debatió sobre los márgenes de la literatura escrita por africanos o sobre África. Y se discutió si las lenguas europeas eran capaces de unir a las distintas naciones africanas con sus innumerables lenguas. Thiong’o lo tuvo claro: «El inglés, el francés y el portugués han venido a rescatarnos y hemos aceptado con gratitud el regalo que nunca pedimos».
De esto habló el martes en el Museo Reina Sofía de Madrid, en la conferencia Desplazar al centro, donde se mantuvo este encuentro, y ayer en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona con la participación de Laura Huerga, la editora de Rayo Verde, que publica su último libro, La revolución vertical. Esta obra «es para todos los públicos, mayores y jóvenes», dice Thiong’o. «Para africanos y europeos, y nos muestra qué podemos aprender de nuestro cuerpo. Los brazos, las piernas, la cabeza, todo debe funcionar a la vez, todas las piezas son igual de importantes», en clara metáfora a los países del mundo.
La revolución vertical relata cómo el hombre fue primero un animal que andaba a cuatro patas, «como el resto de las criaturas», cómo los brazos y las piernas se sentían primos hermanos y despreciaban «las habilidades de otros órganos, como la voz de la boca, el oído de las orejas, el olfato de la nariz e incluso la vista de los ojos». Hubo conspiraciones y desafíos a los que asistieron como espectadores gallinas de Guinea, pavos reales, gusanos y ciempiés, camaleones y lagartos, hasta que se llegó a la armonía, el hombre caminó erguido y se creó el Himno del cuerpo. Toda una metáfora, todo un deseo.
Laura Huerga, en el epílogo del libro, considera que éste es una «fábula sobre la igualdad y la justicia y una reivindicación de la literatura oral», pues hasta ayer «la cultura y la literatura kenianas se transmitían en la oralidad». El propio Thiong’o recuerda cómo «todas las noches nos reuníamos en torno al fuego de la cabaña». Cuando uno acababa de contar una historia, otro decía: «Eso me recuerda cuando…». Relatos como el de un hombre con una herida incurable que busca a un curandero del que sólo conoce el nombre y su forma de andar. Y así noche tras noche. En Sueños en tiempos de guerra. Memorias de infancia (Rayo verde) se relata cómo dos hermanos fueron alcanzados por un rayo; ella perdió la vista («alguien había apagado el sol») y la movilidad, y él se quedó sordo y mudo. Pero la niña, Wabia, agudizó la memoria y se convirtió en la depositaria de las leyendas de los mayores, en la preferida del Thiong’o niño.
Siempre la lengua. «En la soledad de la cárcel me di cuenta del poder de la lengua, decidí que el inglés no era mi lengua sino la de mi madre. La lengua materna es como un instrumento que conoces desde pequeño pero si aprendes a tocar otro más tarde es distinto, no tiene lo divertido del primero que te sale del corazón», dice Thiong’o con paciencia y sonriendo. «La lengua es la base. Si conecto con la lengua conecto con el mundo. Y cuando hablo de lengua hablo de política, de economía, de cultura. África necesita su propia base para conectar con todo. Los colonizadores siempre han impuesto su lengua, como España en América, como los ingleses en África, Australia y Nueva Zelanda. Imponer la lengua es una forma consciente de colonización, de colonizar la mente de las personas. Es fundamental recuperar las lenguas maternas y añadir, también, las nuevas, que habiten en convivencia», dice este hombre de 81 años, catedrático, doctor honoris causa por 11 universidades, y admirador no sólo de Achebe y por supuesto de Chimamanda Ngozi Adichie, sino también de Tolstoi, Dostoievski y el Quijote «porque la obra de Cervantes, mientras analiza la vida, me hace reír».