La traducción desde dentro: un oficio invisible que habla alto y claro

ÁLVARO MACÍAS16.01.2019

“I am, I am, I am”, escribió Sylvia Plath. Parece sencillo, pero en español podría ser “Yo soy, yo soy, yo soy”, “Soy, soy, soy” o, incluso, “Yo soy, soy, soy”. Y ello sin entrar a valorar que también podría interpretarse como el verbo estar. ¿Cuál es la mejor traducción? ¿O la más cercana a su esencia? ¿Qué quería decir Plath? A esta pregunta se enfrentan día tras día los traductores y traductoras de España, ese gremio que tiene perfil invisible pero cometido indispensable, como actores de doblaje o árbitros de baloncesto: solo se habla de ellos cuando lo hacen mal. Sin embargo, los datos cuentan otra versión. Según la Asociación Española de Traductores, Correctores e Intérpretes (Asetrad), nuestro país se ha consolidado en los primeros puestos de Europa con casi 14.000 títulos traducidos al año, el 21% del total de la producción editorial, por encima de Alemania o Gran Bretaña. Según José Luis López Muñoz, que ha traducido a Virginia Woolf o Scott Fitzgerald, “se lee poco en versión original, pero no creo que sea esa la causa del gran número de traducciones. Un motivo podría ser la huida hacia adelante: hay que publicar mucho para que los aciertos compensen de los fracasos y por la posibilidad de encontrar alguna mina de oro”. Y tras cada párrafo, frase o palabra de un escritor no hispanoparlante que se lea —cada año se traducen en España obras escritas en 50 idiomas diferentes—, hay un traductor detrás. Como, por ejemplo, Daniel Sancosmed, traductor del danés: “Me parece una buena noticia que tengamos la oportunidad de disfrutar de literatura escrita en otros idiomas, pero echo de menos un poco más de variedad, pues la mayoría de estas traducciones son de obras escritas en inglés”. Decía un traductor detrás pero, con mayor certidumbre, será una traductora, dado que más de la mitad del sector son mujeres (en el caso de Asetrad, de 1.400 profesionales, el 76%). Lo que desde luego es bastante improbable es que se trate de un traductor automático. En la encuesta de Asetrad, el 85% consideró que la tecnología no podrá reemplazar el papel del colectivo. Google Translator, por ejemplo, hubiera traducido a Plath “Yo soy, yo soy, yo soy”. Desde dentro “La historia de la literatura existe porque existe la traducción”. Así sentencia Carmen Montes, Premio Nacional a la Mejor Traducción en 2013. Con ella y con otros traductores hablamos sobre el proceso, su visibilidad o si prima la esencia o la literalidad. Desde que traductor y editorial llegan a un acuerdo, hay dos vertientes. Eugenia Vázquez-Nacarino, premio Estado Crítico 2016 por El chal, de Cynthia Ozick, asegura que primero suele leer el libro en cuestión porque empieza “a madurarlo meses antes de traducir”, lo que comparte con Carlos Mayor, quien ha puesto en español las palabras de la Premio Nobel Toni Morrison o el V de Vendetta de Alan Moore y David Lloyd: “En general, primero me documento, y la parte más importante de la documentación es, lógicamente, leer con detenimiento el libro que voy a traducir. Y buscar información”. Todo lo contrario que María Teresa Gallego, toda una institución en la traducción del francés al español y que ha castellanizado desde Victor Hugo a Camus, Modiano, Maupassant, Balzac…: “Si no he leído la obra, no la leo de antemano. Y si es una obra de la que ya existen traducciones anteriores, no las consulto, porque no quiero que se interponga nada entre la obra y yo. Prefiero la espontaneidad que me da ir descubriéndola según hago el borrador”. Carmen Montes opina que “no todos los libros admiten cualquiera de los dos métodos indistintamente”, como bien demuestra Ana M. Bejarano, Premio Nacional 2016 por la traducción del hebreo al castellano de Gran Cabaret, de David Grossman, para quien “normalmente” lo primero es leer todo el texto. “Aunque he observado que si lo traduzco directamente sin haberlo leído antes la traducción es más fresca”, explica de su nuevo método. Tras ello, frase a frase, párrafo a párrafo, una vez traducida la obra, todos coinciden: lecturas, relecturas, otra lectura más… y las correcciones. “Trabajo conjunto”, “en equipo”, “indispensable” o “imprescinbdible” son algunos de los complementos con los que se refieren a la labor de los correctores. María Teresa Gallego, que prefiere hablar de “revisor” antes que de corrector, dice que “de hecho, es el primer lector, el primero que ve el bosque en vez de ver los árboles” o Bejarano, que afirma: “Muchas veces puede decirse lo mismo con menos elementos, y ese es un arte, el arte de eliminar, que he aprendido de los buenos correctores editoriales”. Esencia y visibilidad “La fidelidad al autor y al texto está en la esencia. Con relativa frecuencia, para ser fiel al original y a su espíritu hay que alejarse de la literalidad”, explica Carlos Mayor, que secunda Mª T. Gallego: “Prima que la obra se lea con la misma naturalidad que si se hubiera escrito en castellano, pero que el lector no olvide que se escribió en otro idioma. Un equilibrio que hay que cuidar mucho […] Pero sabiendo que a veces el respeto pasa por la transgresión”. Por su parte, Carmen Montes advierte de que “en literatura, la forma es contenido”. “Prima la obra que nos han encargado traducir, cuya esencia no es nada sin la forma en que la ha transmitido su autor”, puntualiza. Vázquez-Nacarino le da la razón: “Nuestra labor no es solo trasladar el sentido de las palabras, sino el modo concreto en que se expresa ese sentido en el original, reproduciendo las particularidades de cada estilo”. Por último, mientras que Carmen Montes cree que “el traductor individual goza de la visibilidad que le corresponde”, aunque una “verdadera visibilidad, gremial y profesional, debería venir de la mano de una remuneración más ajustada”, Mª Teresa Gallego se muestra más esperanzada: “Creo que en este momento ya hemos conseguido que la haya. Salvo excepciones, en la ficha bibliográfica que figura al pie de las reseñas de prensa aparece el nombre del traductor. Y en las librerías. Todavía quedan no pocas batallas por pelear, pero la de la visibilidad está ganada, incluso si aún cojea a veces”. Carlos Mayor opina que la profesión “se merece” más reconocimiento porque “a menudo se desconoce la tarea fundamental de mediación que ha hecho el traductor”. Sancosmed sostiene que “últimamente han cambiado cosas a mejor”, pero el traductor “sigue siendo visto como un mal necesario”. López Muñoz asegura que más que entender esa invisibiliad, “qué remedio”, se resignan. “La visibilidad es siempre reducida, pero tal vez no del todo inexistente; ahí es fundamental que el lector valore la calidad de la traducción, algo que no sucede con excesiva frecuencia”, matiza. Lo resume Ana M. Bejarano: “Somos invisibles porque debemos ser invisibles. Creo que se confunde la falta de visibilidad con la falta de reconocimiento. Normalmente jamás se nos alaba una buena traducción, pero sí suele criticársenos una mala traducción. Deberíamos tener un mayor reconocimiento por parte de la sociedad, ya que sin nosotros las culturas serían islas. Seríamos entes estancos”. Eligen sus favoritos Carlos Mayor: Si tuviera que quedarme con algo, sería quizá con las novelas del comisario Montalbano, de Andrea Camilleri, por su fuerza narrativa y su manejo de la oralidad. O con los libros infantiles de Gianni Rodari, por su inventiva y su capacidad de sorpresa. En cuanto a la dificultad, traducir siempre es sumamente complejo: Desde lo primero que traduje, la novela gráfica V de vendetta de Alan Moore, hace ya casi 30 años, hasta lo último, el ensayo El origen de los otros de la premio Nobel Toni Morrison. Daniel Sancosmed: El libro que más me ha gustado ha sido “Los devoradores de caballos”, de Thomas Boberg, editado por Libros del Aire. El más difícil, un ciclo de sonetos de Inger Christensen llamado “El valle de las mariposas”, aún pendiente de publicación. José Luis López Muñoz: Me quedaría con muchas; he tenido siempre, o casi siempre, mucha suerte con los trabajos que me han ofrecido. Unas cuantas: Joseph Andrews, de Henry Fielding; Middlemarch, de George Eliot; Sartoris, de William Faulkner; Adiós, muñeca, de Raymond Chandler; y El diablo de la botella y otros cuentos, de R. L. Stevenson, que publicó Alianza Editorial en 1979. María Teresa Gallego: No hay traducción fácil. Pero me emociona traducir esos fragmentos de algunas obras que me cortaron la respiración como lectora en mi adolescencia y, luego, he tenido que recrear en castellano con el reto de cortar la respiración a otros lectores. Tres ejemplos, el encuentro, de noche, en el bosque de Jean Valjean y Cosette; Rastignac desafiando a París desde la tumba de Goriot; el suicidio de la señora Bovary… Y me siento muy afortunada por ser la traductora de dos escritores de la talla de Patrick Modiano y Pierre Michon. Carmen Montes: ¡Me quedo con todo! Cada libro tiene su sitio en mi trayectoria. A Henning Mankell le tengo un aprecio singular, porque fue el primer autor que traduje. Gracias a Karin Boye -cuya poesía completa voy a traducir ahora-, gané el Premio Nacional a la Mejor Traducción. Camilla Läckberg me ha dado, como a tantos lectores, muchas satisfacciones. Harry Martinson fue un reto formal y temático como pocos… Podría mencionar como particularmente difíciles Lacrimosa, de Eva-Marie Liffner o La isla de los condenados, de Stig Dagerman. La última obra de gran dificultad diría que ha sido el Cuaderno de trabajo 1954-1977 de Ingmar Bergman. Ana M. Bejarano: He tenido la suerte de traducir a autores de primera que han escrito verdaderas obras maestras. No es lo mismo haber traducido la magnífica novela El señor Mani, de A.B. Yehoshua (Ed. Duomo), que tiene un estilo más clásico y ampuloso, que Gran Cabaret, de David Grossman (Ed. Lumen), una obra muy atrevida estilísticamente y por la que tuve la suerte de recibir el Premio Nacional a la Mejor Traducción 2016. Aunque uno de los libros de los que más orgullosa me siento como traductora y que sin embargo me costó muchísimo esfuerzo traducir, a pesar de sus no más de 127 páginas, es Hirbet Hiza. Un pueblo árabe, de S. Yizhar (Ed. Minúscula). Una verdadera joya. Eugenia Vázquez-Nacarino: En mi altar particular están tres autoras que he tenido la suerte de traducir, y que son grandes maestras de la narrativa breve: Cynthia Ozick, Alice Munro y Lucia Berlin (publicadas por Lumen, las dos primeras, y por Alfaguara, la tercera). Exigen una entrega inmensa, cada una a su manera única, pero sientes que vas a hombros de gigantes. La traducción más ardua para mí ha sido La voz del fuego, de Alan Moore (Roca Editorial), una novela de culto con un planteamiento ambicioso y fascinante (plasmar, a través del lenguaje, la evolución del mundo en un lugar concreto a lo largo seis mil años de historia), pero tan radical que me voló la cabeza.

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