Si España es el territorio económicamente dominante en la lengua, ¿cómo no tendría su industria esa preponderancia?
En el prólogo a su traducción de Comienzo y fin de la nieve, de Yves Bonnefoy, escribe Arturo Carrera: “Traducción es devoción”. Y luego, hacia el final, agrega: “Pero sobre todo me acompaña siempre aquella otra idea de Bonnefoy: que traducir no es repetir, sino, ante todo, dejarse convencer”. Esas dos ideas están presentes en mi experiencia con la traducción. Pero antes de avanzar, permítanme retroceder (como decía Ennio Flaiano, “solo tengo planes para el pasado”). Hace años publiqué una novela en un grupo multinacional con sede en España. En uno de sus primeros párrafos se lee: “Se mudó a un departamento con vista a Plaza Italia”. Cuando recibí la galera con las correcciones, sugerían reemplazarlo por “Se mudó a un piso con vistas a Plaza de Italia”. Pero en Argentina nadie habla así. Decimos departamento. Decimos con vista y no con vistas. Y la plaza se llama Plaza Italia y no Plaza de Italia. Entre decepcionado, ofendido y preocupado, llamé al editor, hombre sabio y erudito, que me dijo que no me inquietara, que me enviarían una nueva galera con correcciones razonables. Así fue, y terminé publicando tres novelas con él. Pero siempre permaneció el recuerdo de lo sucedido. ¿Algún corrector distraído —o no tanto— pretendió traducirme al español de España?
Por estos días acontece un debate similar en torno a los subtitulados españoles de Roma, película de un director mexicano, hablada en el español de México. Pues ocurre lo siguiente: la industria cultural española, y en particular la editorial, funciona, con relación a la lengua, bajo un modo dominante. Porque hoy la lengua es también y sobre todo una industria. La lengua se compra y se vende. La lengua es una mercancía que circula por toda clase de tecnologías y soportes, incluido los libros. Si España es el territorio económicamente dominante en la lengua, ¿cómo no tendría su industria esa preponderancia? Sobre esto vale la pena discutir, antes que sobre la calidad de las traducciones.
Si no existieran las editoriales independientes no existiría más en Argentina la traducción al castellano con inflexión rioplatense y solo leeríamos las traducciones españolas, determinadas por decisiones económico-estéticas de orden corporativo y gerencial
No obstante, ¿y las traducciones? A los argentinos no les gustan las traducciones españolas. Y a veces tienen razón. Mi amigo G. P., con ironía, suele decir que las traducciones de Anagrama son incomprensibles hasta en España y solo valoradas en los alrededores de la calle de Pedró de la Creu en Barcelona. Sin embargo, en todo el continente americano no nos queda otra opción que leer esas traducciones llenas de giros que muchas veces parecen escritos por el enemigo. Pero también me resulta insufrible el lloriqueo argentino, hecho de megalomanía y soberbia. ¿De dónde surge la creencia argentina en la superioridad de sus traducciones? Seguramente de su larga tradición de traducciones realizadas por grandes escritores y traductores. En 1945 José Bianco traduce, para la editorial Sur de Buenos Aires, The Turn of the Screw, de Henry James, con un título que logra verter al castellano toda la complejidad del título inglés, en una verdadera obra maestra de la traducción: Otra vuelta de tuerca. A la inversa, buena parte de las mejores traducciones españolas (como muchas veces la propia narrativa española) no son reconocidas en Argentina simplemente por prejuicio. La traducción de Javier Marías de Autorretrato en espejo convexo, de John Ashbery, en la editorial Visor, me parece la mejor de las que leí. Y guardo como un tesoro la primera edición de la traducción de Juan Benet de A este lado del paraíso, de Fitzgerald.
Pero de lo que hay que discutir realmente es de políticas de la traducción. Veamos un caso. Las grandes corporaciones multinacionales realizan las traducciones en sus casas matrices en España, y luego esos libros llegan a América Latina en un evidente proceso de dominación territorial. Y en España también se contratan los derechos. Se decide para toda la lengua el criterio sobre qué autor se traduce (y cuáles no), se imponen acuerdos económicos, contractuales y decisiones estéticas (como esos escritores norteamericanos intrascendentes con los que Penguin Random House inunda el mercado, vendiéndolos como grandes descubrimientos de la nueva literatura de no sé qué). Porque no se trata solo de una cuestión de gusto, sino de que la traducción toca temas políticos y económicos. En Argentina solo traducen las pequeñas editoriales locales, actualmente en situación de extrema fragilidad debido a la política económica neoliberal y cruel del Gobierno. Entonces: si no existieran las editoriales independientes no existiría más en Argentina la traducción al castellano con inflexión rioplatense, desaparecería esa extraordinaria tradición y solo leeríamos las traducciones españolas, determinadas por decisiones económico-estéticas de orden corporativo y gerencial.
Al mismo tiempo, hay un pequeño número de editoriales independientes argentinas presentes desde hace poco en el mercado español. Algunas traducciones han sido muy bien valoradas (como las de Ernesto Montequín de varios libros de Cynthia Ozick), como también lo son en Argentina los libros de las pequeñas editoriales independientes españolas. La lengua y la traducción implican ante todo un debate político. Todavía queda mucho por discutir.