El pianista ruso afronta en el Auditorio Nacional, de la mano de la Fundación Scherzo, un magnífico programa con partituras breves del compositor. También ofrecerá un sugerente despliegue de piezas de Scriabin y Schubert.
ARTURO REVERTER | 04/01/2019
Arcadi Volodos, que toca en el Auditorio Nacional de Madrid el próximo martes día 8 dentro del ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, tuvo su inicial contacto con el piano a los ocho años. Hasta los quince no se decidió su dedicación al instrumento, que comenzó en el Conservatorio de San Petersburgo, donde había venido al mundo en 1972, cuando la ciudad todavía se llamaba Leningrado. Allí estudió con el maestro Leonid Sintsev. Pronto pasó al Conservatorio de Moscú, a la clase de la profesora Galina Egiazarova, antigua discípula del mítico Alexander Gondelweiser. Luego acabó recalando en la Escuela Reina Sofía de Madrid, y ahí se perfeccionó con Dimitri Bashkirov.
Al sentarse ante el teclado, Volodos muestra una formidable variedad de registros y una energía subterránea realmente pavorosa, que le permite desplegar a los cuatro vientos una técnica de raro poder de concentración, de una eficacia absoluta y una calidad sonora incontrovertible. Estos rasgos hacen que dé la impresión de que Volodos actúa perennemente equilibrado, lo que en buena medida es así, pero no del todo: por debajo de la apariencia corre una turbulenta emocionalidad que se despliega con contundencia y, curiosamente, mucho orden. Eso hace que sus versiones de obras de muy distintos repertorios aparezcan habitualmente construidas con mucha propiedad, provistas de los factores estilísticos adecuados, trazadas con claridad y expuestas con lógica.
En sus primeros años, Volodos, fiel seguidor del gran Vladimir Horowitz, hijo, como Neuhaus, de Blumenfeld, practicó de manera especial el arreglo, la travesura, el juego provocador de la pieza corta y electrizante, la transcripción. En ello se basó su primer disco, salido al mercado en 1997 y que seguía en efecto los pasos de aquel formidable artista ruso, uno de los más grandes virtuosos que ha dado el piano. Nuestro protagonista no se arredró, ni tampoco el sello Sony, que fue quien abrió las puertas a aquel desconocido muchacho de 25 años, descubierto por un directivo de la casa en una audición privada.
No vamos a ser nosotros los que neguemos estas evidencias, que a la vista -o al oído- están. Sí queremos, no obstante, señalar que junto a ellas, a su magnífica pegada, a su justeza y exactitud de reproducción, a su infalible control de acontecimientos y sabia regulación de intensidades, que lo convierten en un inmejorable traductor de la música de su país, con Rajmáninov y Scriabin a la cabeza, no aparecen a veces otras, de signo más interior, más íntimo, más efusivo, que nos faciliten el acceso a los arcanos más entrañables de las páginas del clasicismo o el primer romanticismo. Y eso que el artista, en su deseo de quemar etapas, huye de la mecanización en pos del humanismo: “En nuestro mundo cada vez tendemos más a tocar como si fuésemos máquinas”, ha manifestado. De hecho, no es de los que estudian horas y horas haciendo escalas para encontrar la perfección; lo fía todo a su facilidad natural y a su instinto.
El programa del concierto madrileño es magnífico. En la segunda parte, obras, casi todas breves, pero de innegable dificultad, de aquellos dos compositores: tres Preludios, Serenada y Etude tableaux op. 33/3 y un arreglo del propio pianista de la canción Zdes’ khoroshko de Rajmáninov. Y Mazurka op. 25/3, Caresse dansée, Enigma, dos Danzas y la impresionante Vers la flamme de Scriabin. En la primera mitad, la temprana Sonata D 157 y Seis Momentos musicales op. 94 D 780 de Schubert. Todo un reto.