La cruel belleza de la traducción

Vida Social 11 Ago 2019 – Carlos Torres Tangarife

En la literatura, el lenguaje tiene una estética meditada, una música intensa y unos recovecos fascinantes. Pocos lo entienden mejor que los traductores, fantasmas cuyo amor por las letras los impulsa a seguir en un oficio invisible y solitario.

Estaban en el entierro de un amigo de Sabina, la narradora adolescente de un cuento llamado Lucho. El padre le dice a su hija:

—Era un buen chico, Sabina. Él sabía que lo amabas.

“Papi me sorprendió. Yo ni siquiera sabía que amaba a Lucho hasta ese instante. Pero era cierto ¿Qué importaba si olía un poco mal y era raro? Vino a buscarme cuando yo era invisible. Y cuando estaba conmigo se comportaba como si fuera lo único que él pudiera ver”.

Este fragmento fue extraído de Vida, una colección de nueve relatos escritos por la colombo-estadounidense Patricia Engel. En sus páginas el lector se convierte en el acompañante de una hija de colombianos nacida en Nueva Jersey. Sin despegarse de ella, comienza la travesía en un pueblo gringo de blancos; luego, la protagonista viaja a Nueva York, Miami y Bogotá.

El libro fue reconocido con el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana 2017, otorgado por la Universidad Eafit. La foto de la autora, junto al jurado Héctor Abad Faciolince, estimuló el interés por una escritora cuya lengua materna es el inglés, aunque Colombia siempre está presente en sus líneas. 

Sobre los nueve cuentos de Vida, Michiro Kakutani comentó en The New York Times: “Lo que hace que la historia de formación de Sabina sea tan conmovedora es la impresionante voz que Engel ha diseñado para ella: una voz inmediata, sin sentimentalismos y encantadoramente directa”. Para comprobar la crítica, los hispanolectores tuvieron que esperar seis años a que el libro se tradujera. 

Curiosamente, en una nación que no se caracteriza por tener una larga tradición de traductores, la tarea la hizo un colombiano. Santiago Ochoa lleva veinte años trasladando obras en inglés y portugués a nuestro idioma. En pocas oportunidades ha podido trabajar codo a codo con el escritor. “Patricia habla buen español, y el proceso fue enriquecedor. Yo le enviaba fragmentos traducidos y ella hacía los cambios que estimaba convenientes. A mi vez, le compartía comentarios sobre dichos cambios. La retroalimentación fue muy completa”, dice Ochoa, quien se aterró de que lo contactaran para una entrevista. 

En Vida su nombre figura en la quinta página y en los agradecimientos de la última. De hecho, ningún medio de comunicación ha hecho alusión a su aporte. Si bien el crédito entero debe ser para el escritor, los traductores juegan un papel valioso y, al mismo tiempo, desagradecido. “Nosotros somos anónimos. Recuerdo un libro que traduje: me pagaron un millón de pesos y gasté más de la mitad de esa cifra en conseguir la bibliografía para emprender la traducción –confiesa–. Aquí no solo no hay trabajo para los traductores colombianos, sino que ni siquiera se les respeta. He tenido que lidiar con más de un editor o editora realmente groseros, maleducados y rudos”.

Por encargo de la Editorial Panamericana, el bogotano Juan Fernando Hincapié les metió el diente a dos clásicos: Frankenstein, de Mary Shelley; y Drácula, de Bram Stoker. “En el país es poco lo que se traduce, y por eso yo he traducido obras que están libres de derechos. Ahora, por ejemplo, estoy con Conan Doyle, y ha sido maravilloso. Me encantaría traducir autores contemporáneos, pero los españoles monopolizan la industria, y se hace difícil que un editor colombiano pueda competir contra ellos”, manifiesta Hincapié, quien ha escrito las novelas Gramática Pura y Mother Tongue.

Javier Calvo llevó a su natal España y también trajo a Latinoamérica a David Foster Wallace, Jack London y William Faulkner, entre otros. En su ensayo El fantasma del libro explica el arte de traducir: “Viene a ser como reconstruir una casa de Lego con las piezas de otro juego de construcción. Peor todavía. De un juego de construcción extraterrestre, fabricado en un planeta donde no tienen ni idea de cómo son los juegos de construcción de la Tierra. Llamemos a ese juego de construcción alienígena ‘Exo’. Así pues, coges los planos de tu casa de Lego y te pones a intentar armarla con las piezas del Exo, que tienen tamaños y formas completamente extraños y no coinciden con las de nuestro Lego. Si te alejas lo bastante de la casa que has levantado, esta empieza a parecerse más a tus planos. Si no te fijas en los detalles, si sigues caminando hacia atrás, el resultado empieza a convencerte. Ahora se ven los contornos generales, las grandes líneas, el concepto, las ideas básicas de la edificación de Lego. Reconstruidas, como buenamente has podido, con las piezas de un sistema de otro planeta. Eso, en pocas líneas, es la traducción”.

Heart of Darkness es una novela de 1899, del inglés Joseph Conrad. En la lengua de Miguel de Cervantes, se conoce como El corazón de las tinieblas, y narradores como Sergio Pitol y Juan Cárdenas han traducido los hallazgos de su protagonista, Charlie Marlow, por un río africano, en busca del señor Kurtz. Antes de reconstruirlo con sus propias piezas, Juan Gabriel Vásquez lo leyó una y otra vez con una obsesión que le dio la confianza necesaria para atreverse a hacerlo. “Pensé que iba a ser como pasear por un parque conocido. No fue así: nadie lee tan bien como un traductor, ni siquiera el lector reincidente, y yo descubrí en los rincones secretos de El corazón de las tinieblas cosas que no había visto nunca. Siempre he dicho que la traducción es la mejor escuela de escritura: ver tan de cerca los procesos de Conrad, las decisiones estéticas que toma, la manera de construir una frase o una escena… Todo eso es impagable”, explica el escritor de El ruido de las cosas al caer.

Para Ochoa, traducir “es algo semejante a caminar a tientas o a trastabillar como un borracho, pero conforme van pasando las páginas –y si el texto colabora–, el traductor desarrolla una especie de clarividencia y puede predecir el futuro inmediato, es decir, que llega a saber casi por dónde va el autor”.

Para Hincapié “todos los textos son traducibles; por más que no se pueda establecer una equivalencia directa entre dos idiomas, siempre se puede encontrar la manera de decirlo”.

Vásquez prefiere hablar de la idea musical de interpretación. “El traductor tiene una partitura, el texto original, y la interpreta como mejor pueda, más adagio o más allegro. No todas las traducciones de Madame Bovary son iguales, como no son iguales todas las sonatas para piano de Beethoven: depende un poco de quién toque. Pero el objetivo no es captar la belleza de las palabras originales, sino reproducirla en la lengua de destino, inventar una música análoga y unos ritmos análogos y una ficción análoga. Se trata de que se pierda lo menos posible”. 

Los tres y todos sus antecesores, o cualquiera que en este preciso instante esté cogiendo con pinzas un texto, merecen el agradecimiento de los lectores. Algunas editoriales, a falta de una remuneración digna, al menos están incluyendo sus nombres en las portadas de los libros.

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