Lo que Granada hizo por la poesía en el verano de 1924

La visita de Juan Ramón Jiménez a la familia García Lorca marcó la vida y la obra de dos de los escritores españoles más importantes del siglo XX. Un libro reconstruye aquel encuentro.

J. A. AUNIÓN – 2 JUN 2019

En agosto de 1924, Federico García Lorca empezó a escribir el Romancero gitano. Casi al mismo tiempo, Juan Ramón Jiménez había escrito un bellísimo romance, difícil de ubicar en la obra del premio Nobel, titulado Generalife y dedicado a Isabel García Lorca (“hadilla del Generalife”), con quien acababa de pasar en Granada casi dos semanas, entre el 21 de junio y el 3 de julio; con ella, con su hermano mayor, Federico, como anfitrión, y con toda la familia del poeta de la Generación del 27. Un viaje y una ciudad que le causaron tan profunda impresión que no solo le acompañarían toda su vida en el recuerdo —“Días como aquellos se viven pocas veces en la vida”, escribió 21 años después—, sino que inspirarían Olvidos de Granada, un libro que no llegó a publicar en vida, pero que, según Cernuda, significó junto a Españoles de tres mundos “el nacimiento de la prosa moderna”.

Lo explica Alfonso Alegre Heitzmann, que ha tratado de regresar a aquel lugar y aquel “momento mágico” y llevar con él al lector de Días como aquellos. Granada, 1924,ganador del Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2019 de las fundaciones José Manuel Lara y Cajasol y que se va a publicar en los próximos días. “El libro quiere abrir una ventana en el tiempo para encontrarnos con los que son para mí los dos grandes poetas españoles del siglo XX en una convivencia fraterna”, explica Alegre Heitzmann, que añade un tercer invitado excepcional que se unió justo al final del viaje —de hecho, Juan Ramón alargó su estancia para estar un poco más de tiempo con él—: el músico Manuel de Falla, que por aquellos días de verano andaba trabajando en Concierto para clave.

Ese corte en el tiempo —que el libro construye a través de las cartas de los protagonistas y de sus propias obras— quiere también reivindicar la figura de un autor del que se ha dado “una visión completamente sesgada” que ha condicionado además la recepción de su poesía. Por eso ha querido evitar las recurrentes referencias al alejamiento y enfrentamiento que llegó a producirse entre Juan Ramón y los poetas de la Generación del 27 para centrarse solo en aquel momento dulce.

Los especialistas Andrés Soria Olmedo y José Antonio Expósito coinciden en enmarcar ese episodio dentro del tiempo de comunión entre unos autores jóvenes que querían abrirse camino y el mentor que les ayudaba y guiaba y se sentía más cómodo entre ellos que con las gentes de su propia generación. Antes de que un cúmulo de circunstancias —entre egos heridos, diferencias estéticas y necesidades de autoafirmación— causara distanciamiento y ruptura. Pero ambos expertos coinciden también en que el caso de Lorca es particular, pues aunque “participó de las bromas y burlas” de sus amigos (dice Expósito), nunca las hizo públicas ni dejó de reconocer el magisterio de Juan Ramón: “Le admira muchísimo y lo considera un maestro”, añade Soria Olmedo. Y, a su vez, el premio Nobel, pese a las críticas que hizo de su obra —no entendía que el granadino perdiera el tiempo con el teatro, por ejemplo— siempre le tuvo un aprecio especial. “No quise, no quiero creer la noticia. Y ahuyento de mí la segura pena con que me golpearía la verdad”, escribió Juan Ramón, ya desde el exilio, cuando le llegaron los primeros rumores de que Lorca había sido asesinado en los inicios de la Guerra Civil.

Por ahí, por el exilio, desde la distancia del recuerdo empieza Alegre Heitzmann su Días como aquellos,poniendo en contexto además la relación que siempre mantuvo con la familia García Lorca, antes de regresar al principio de la relación de los dos poetas. Cuando Lorca llegó a la casa de Juan Ramón en Madrid en 1919 con una carta de presentación de Fernando de los Ríos que el de Moguer contestó: “Su’ poeta vino, y me hizo una excelentísima impresión”. Y explica cómo fue creciendo esa amistad que culminó en el viaje del verano de 1924.

‘El ladrón de agua’

Juan Ramón llegó por primera vez a esa Granada que ya había fascinado a Washington Irving y a Théophile Gautier y que además estaba viviendo una gran efervescencia cultural —les acompañaron además Emilia Llanos y el pintor Hermenegildo Lanz— y quedó entusiasmado paseando por la Alhambra, el Generalife, el Albaicín… Además, Lorca, que para entonces ya tenía plena conciencia de su propia voz, pudo ver su ciudad a través de los ojos del maestro. “Juan Ramón ha dicho cosas agudísimas de la ciudad y ha trabado gran amistad con mi familia.[… ] Un día me dijo: ‘Iremos al Generalife a las cinco de la tarde, que es la hora en que empieza el sufrimiento de los jardines’. Esto lo retrata de cuerpo entero, ¿verdad?”, escribió.

A partir de ahí, el libro repasa algunas referencias de las obras de Lorca y Juan Ramón —sobre todo del segundo— a la luz de los detalles de la visita. Habla del “cielo bajo” o el juego agua-sangre, pero quizá lo más sobresaliente es su interpretación de El ladrón de agua, un texto realmente críptico sobre el que los críticos han lanzado todo tipo de teorías y que comienza: “Convencido cada noche por la antigua medialuna granadí de que es un ladrón, el ladrón de agua retumba, cae, zumba, se yergue…”. Alegre Heitzmann propone que ese ladrón no es una persona, sino un acetre, un tipo de cubo que retumbaba de modo muy particular al lanzarlo para recoger agua. Lo hace por una conversación que tuvo hace años con el hijo, ya fallecido, de Hermenegildo Lanz, que le habló de la noche en que Juan Ramón cenó en su casa y pidió que lanzaran varias veces el cubo al agua para recrearse en aquel sonido.

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